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Primer capítulo La revolución de las tres horas Mientras tengamos Congreso, no esperemos progreso Sus esposas o amantes en turno permanecían inconmovibles, petrificadas. Nunca las vi tratando de acariciar los cabellos del poderoso líder caído en desgracia ni las sorprendí bajando piadosamente la vista para constatar el tamaño de su desconsuelo. Ni los incontenibles sollozos ni los puños crispados ni los lamentos ni las maldiciones ni las invocaciones a la traición, a la cobardía o a la torpeza, las convencieron de retirar la mirada del artesonado ni las animaron a conceder, al menos, una palabra de aliento ante el fracaso del emperador, del presidente o del general vencidos. Ellas esperaban impacientemente la feliz conclusión de ese patético estallido de llanto con las mandíbulas apretadas y la mirada extraviada, tal vez clavada en uno de los óleos monumentales en que habían quedado eternizados los hechos victoriosos, las rendiciones incondicionales de países y ciudades mediante la entrega simbólica de las llaves de oro: sólo por aquellos instantes de gloria inolvidable, otrora vaciados en las telas, había valido la pena existir. Yo asistí a batallas, parapetado a un lado de la artillería; tomé parte en el ataque de la caballería o cubrí, junto con los lanceros, la huida por la retaguardia.

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Si se lo hubieran preguntado, Helen habría dicho que hacía tanto tiempo que no oía a Edilean Harcourt que no había reconocido su voz. Empero la había reconocido. Había oído aquella elegante y regia entonación en contadas ocasiones, todas ellas relevantes sin ban.